domingo, 25 de enero de 2009

Las cosas que me ha hecho hacer la literatura

El bajativo de Vázquez Montalbán

Ya se sabe que la literatura nos hace ver y sentir el mundo de otra manera, que después de leer a Süskind creemos percibir olores nuevos o que la lectura de El viejo y el mar nos hace considerar seriamente la posibilidad de ir a pescar el pez que nos espera en algún lugar del océano. Sin embargo, más que en sensaciones, emociones o sueños suscitados por la lectura de relatos, pienso en cosas, sí, cosas materiales que, extraídas de las novelas, uno podría asentar en algún estante o en una parte del propio cuerpo.
Recuerdo muy bien la balsa a escala que fabriqué en mi infancia como si yo mismo fuera Huckleberry Finn conspirando para ayudar a escapar al negro esclavo. Porque es cierto que también construí en esa época una pipa parecida a la que Huck fumaba junto con Tom Sawyer, pero todos cuando chicos armamos algún cigarrillo de papel, así que voy a pasar esta “cosa”, que no requiere de la literatura para ser creada, por alto. Tampoco voy a referirme a arcos y flechas hechos después de haber leído y releído una historia sobre Robin Hood, llamada La saeta de plata, porque pareciera que una pulsión atávica lleva a todos los niños a fabricar armas, si bien la profusa arboleda de casa fue siempre para mí el bosque de Sherwood y la vivienda de dos pisos de un vecino antipático el castillo del duque de Nottingham. No la balsa, que volví a hacer otras veces en mi vida, cada vez con más pericia, siempre imaginando el maderamen con que los personajes de Twain recorrían el Missisippi ocultando al indefenso esclavo. Construir otros navíos, a pesar de haberlo intentado con persistencia, no pude, como el sofisticado Nautilus del capitán Nemo, pero soy casi un experto fabricante de balsas a escala, gracias a Huckleberry Finn.
Muchos creímos amar como Oliveira a la Maga o nos retorcimos el cerebro como Pablo Castell, o conocimos, sin ir allí, el Malecón y el barrio limeño de Miraflores de Conversación en La Catedral. Muchos podríamos describir con detalle a San Petersburgo después de haber leído los libracos de Tolstoi, Dostoievsky o Gorki y no hizo falta que fuéramos hasta París para ingresar a las tripas de la ciudad por las fauces de Les Halles, después de recorrer las páginas de Victor Hugo. Lo mismo podríamos decir de los polvorientos pueblitos de México, bastó con leer Pedro Páramo y se hizo casi innecesario ir a visitarlos. Pero cosas para acomodar en un estante o echarse al interior de la panza no es lo mismo, porque exceden los lindes de la imaginación. Agrego solo dos, además de la balsa de Huckleberry, entre muchas otras, azarosamente.
Cuando voy a negocios de antigüedades a acompañar a mi mujer espero hallar aquel objeto inútil que Winston encontró en un barrio miserable de la ciudad que describe Orwell en 1984. He sopesado, e incluso comprado, objetos parecidos para guardar en mi casa, pero son solo sustitutos del modelo original. Es cierto, puede tratarse de cierto fetichismo, pero no me interesa mucho explicarlo de otro modo que no sea la poderosa impresión de la literatura sobre mi espíritu cándido que me hace ir a buscar afuera del relato cosas que solo pertenecen al universo de la ficción. Como no puedo hallar un pisapapeles de cristal esférico como el que Winston compró en el barrio viejo, vuelvo a releer el pasaje de Orwell y de ese modo se mitiga, y al mismo tiempo aumenta, mi falta.
El otro ejemplo es líquido. Claro, a veces me gusta beber, pero no distraídamente. Es muy difícil conseguir el bourbon de Boris Vian e imposible obtener unos sorbos de El barril de amontillado o del odre de vino puro que Ulises le convida al Cíclope: la literatura suelen ponernos objetivos utópicos, pero lo es menos preparar el bajativo de Vázquez Montalbán en Asesinato en el Comité Central. Lo cierto es que esta vez las cosas no sucedieron tan directas. Primero encontré en la carta de tragos de un bar nocturno la oferta del bajativo y, aunque no era apropiado para la época beberlo, lo solicité con fruición anticipada. Más tarde lo preparé en mi casa: cognac, licor de menta…, un trago de color verde oscuro, básico y fuerte, nada sofisticado, pero el punto es que ese era el bajativo que la bella chilena le daba a Carvalho, después de una cena opípara, luego de llevarlo a la cama, en una novela que habla del asesinato del presidente del partido comunista de España y en la que, como en todas las novelas de Vázquez Montalbán, se come copiosamente y se bebe en medida parecida.
En un principio pensé que las cosas que extraía de las novelas conferían a la gris realidad una luminosidad que esta no tiene, que trasladaban a mi universo cotidiano un orden del que este carece, pero ahora sospecho que no: creo que lo tornan más espeso, que ahondan su opacidad, que le añaden materialidad a la materia.

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